La piel del tambor by Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor by Arturo Pérez-Reverte

autor:Arturo Pérez-Reverte [Pérez-Reverte, Arturo]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1995-01-01T05:00:00+00:00


Había una ligera brisa cálida. De los patios y calles que se extendían a sus pies, entre los techos de tejas pardas y las terrazas, llegaban hasta el palomar sonidos amortiguados por la altura y la distancia. Tras las ventanas de un colegio cercano, un coro de voces infantiles recitaba una lección, un poema o un canto. Quart aguzó el oído: algo sobre nidos y pájaros. De pronto cesó el recitado y el coro estalló en gritos, risas. Hacia los Reales Alcázares, un reloj daba tres campanadas. Quince minutos para las seis.

—¿Por qué las estrellas? — preguntó Quart, devolviendo el libro de Heine a su lugar.

El padre Ferro había sacado del bolsillo de la sotana una caja de lata estrecha y abollada, y de ella un cigarrillo de tabaco negro, sin filtro, que se puso en la boca tras humedecer un extremo con los labios.

—Son limpias —dijo.

Encendía el pitillo con un fósforo en el hueco de la mano, inclinando la cabeza rapada a trasquilones, y el gesto le arrugaba más la frente y el rostro tallado por viejas cicatrices. El humo se fue por los arcos de la galería mientras el olor, acre y fuerte, llegaba hasta Quart.

—Comprendo —dijo éste, y los ojos oscuros del párroco se detuvieron en él con un chispazo de interés, o curiosidad, mientras a su boca acudía algo parecido a una sonrisa que no llegó a definir. Incómodo, sin saber si lamentarlo o felicitarse por ello, Quart comprendió que algo había cambiado. El carácter neutral del palomar situado entre cielo y tierra disipaba un tanto la mutua desconfianza, como si al modo antiguo ambos se acogieran a sagrado. Por un instante sintió el impulso de camaradería que a menudo —no demasiado a menudo, en su caso— se establecía entre un clérigo y otro. Soldados perdidos, solitarios, reconociéndose en la confusión de un campo de batalla hostil.

—¿Cuánto tiempo estuvo allá arriba?

El párroco lo miraba con el cigarrillo consumiéndosele en la boca.

—Veintitantos largos años —dijo.

—Una parroquia pequeña, supongo.

—Muy pequeña. Cuarenta y dos habitantes a mi llegada. Ninguno cuando me fui: morían o se iban. Mi última feligresa era octogenaria, y no resistió las nieves del último invierno.

Una paloma se había posado en el alféizar de la galería y se paseaba arriba y abajo, cerca del sacerdote. Éste se la quedó mirando del mismo modo que si esperase un mensaje y ella pudiera traerlo atado a una de las patas. Pero cuando emprendió el vuelo con un aleteo, el párroco mantuvo la vista fija en el mismo sitio. Sus gestos torpes, su desaliño, seguían recordándole a Quart al viejo y detestable cura de su infancia; pero ahora era capaz de advertir importantes diferencias. Había creído que la tosquedad del padre Ferro respondía a un estado primitivo original. Que se limitaba a ser uno de esos apéndices marginales y miserables del oficio, grises eclesiásticos incapaces —como el lejano sacerdote que ocupaba la memoria de Quart— de superar su propia mediocridad y su ignorancia. Sin embargo, el palomar desvelaba una



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